Santos. Conforme se consolidó el cristianismo y se expandía el número de órdenes religiosas en la Nueva España, comenzaron a aparecer los santos europeos, patronos de las diferentes organizaciones clericales. Cada corporación fomentó la veneración hacia sus santos particulares, a quienes consideraban sus protectores y, con el tiempo, se convirtieron en elementos de cohesión popular, al grado que los ayuntamientos elegían a su «abogado celestial» para conseguir la protección del pueblo ante catástrofes naturales, a cambio de organizar una festividad anual en su honor.
Como símbolo corporativo, la imagen del santo ocupaba el espacio central de los altares y ante ellos se les hacían peticiones y ofrendas para proteger el domicilio del mal, atraer la fortuna y la salud, o como amuletos de buena suerte. Aunado a ello, se promovió la reproducción de las imágenes en los espacios domésticos, como recordatorio constante de su presencia como protector para los fieles de su corporación.