También conocida como Purísima Concepción, es la representación juvenil de María posterior a la Anunciación (momento en que el arcángel Gabriel le anuncia que su embarazo es el vehículo por el cual tomará forma terrenal el hijo de Dios).
Iconográficamente, la diferencia entre ambas representaciones es muy marcada porque la Purísima se desenvuelve en el ámbito terrenal y cotidiano, en el cual María sostiene un ramo de flores blancas como indicador de pureza. En cambio, la Inmaculada –dictada por el pintor Francisco Pacheco– se encuentra en el ámbito celestial, rodeada de querubines, de pie sobre una serpiente o dragón, que representa su triunfo sobre el pecado, y sobre una media Luna y halo de estrellas, que representa su estado virginal.
Para el dogma cristiano, la gran virtud de María –además de ser la madre de Cristo– es su virginidad, lo cual fue posible mantener por mérito de su hijo. Debido a ello, la educación religiosa en la sociedad novohispana otorgó un gran valor a la preservación de la virginidad, especial y exclusivamente en las mujeres, forjando así el estatus femenino entorno a este punto.
Cabe mencionar que la Inmaculada Concepción fue la patrona de las misiones franciscanas en la Alta California, motivo por el cual en cada una de ellas existió, por lo menos, una representación de esta advocación de María.